Desde que nacemos,
nos condiciona en todas las fases de nuestra vida, afectándonos
arrancándonos
con su paso la inocencia, candidez y extrema ternura de que hacemos gala en esa época de
nuestro desarrollo.
Más
adelante, de niños, nos engaña, dejándonos olvidar su presencia. Parece estar ausente
mientras jugamos, nos distraemos con nimiedades, haciendo de héroes, príncipes, princesas,
médicos, enfermeras… Pasamos sin darnos cuenta la adolescencia, en la que empezamos a
desarrollar nuestra personalidad, a enfrentarnos a nosotros mismos, a sacar nuestros
rasgos más definitorios y decisivos, audacia, valentía, timidez…, que
proyectamos en nuestra
juventud y que configurarán nuestra verdadera personalidad y nuestros rasgos psicosociales
más definitorios. Pero él sigue presente y, mientras nos pasa de un rol a oto,
este tiempo
traidor nos niega la posibilidad de volver atrás; cuando nos damos cuenta de su
paso, nos
encarcela en el presente, dejándonos pensar en el futuro, pero vetando toda
posibilidad de volver al
pasado para arreglar situaciones con las que “a toro pasado” no estamos de acuerdo.
Enemigo cruel, que nos deja ver nuestra película y no nos permite cambiar los
planos con los que
estamos en desacuerdo o a los que en una segunda oportunidad configuraríamos de forma
bien distinta.
Así,
llegamos a ser adultos. No hemos sido conscientes, pero lo somos. Percibimos el
tiempo como
un bien escaso, somos libres de tomar decisiones, pero estamos mediatizados, sentimos que
el tiempo, como el agua, es un don corto, exiguo; nos acucia, apremia y empieza a ser
protagonista indirecto de nuestra azarosa y accidentada vida. Casi todo
comienza a ser secundario
(amistades, familia, hijos) y pasa a segundo plano, pues el tiempo nos impele a condicionar
nuestra existencia a su paso inexorable. Trabajamos sobre todo por conseguir
más bienestar,
mejor educación, más prestigio social, sin apercibirnos de que es a costa de
agotar ese tiempo etéreo
que, cuando lo necesitamos, no podemos volver a tener disponible. En cierto modo,
él es el protagonista de nuestra vida, el elemento que, cuando falta, acaba con
nuestra
existencia y, por lo tanto, con nuestra condición de seres humanos.

Es un traidor,
nos absorbe; por su culpa, nuestros hijos se nos escapan de las manos, llegan a
adultos y asumen nuestros roles, también dominados por el tiempo y atrapados en nuestro
mismos errores. Incluso a los sentimientos, de una manera u otra, acaba cambiándoles su sentido
o, lo que es más cruel, nos priva a veces de ellos. Cuántas soledades origina, cuántos
amores puros cambia y cuántos desengaños crea con su paso y su guadaña destructora.
El amor es verdad que persevera, pero el tiempo consigue desvirtuarlo en muchas ocasiones,
lo priva de su interés emocional, aunque en la mayoría de los casos preserve el interés
natural que proporciona la convivencia. Aun así, termina por separar a los
enamorados, a los
amigos, a los hijos de los padres…, y a todos, de algo tan consustancial y tan
bonito comoes la vida
misma.
¡Maldito
tiempo!
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